La cúpula del monumento contra la bomba atómica en Hiroshima. Foto: Reuters.
No puedo evitarlo. Todavía pienso que vale la pena mencionarlo, aunque lo haya sido durante 64 años. Hablo, claro está, del exterminio atómico, al final de una terrible guerra destructora del mundo, de dos ciudades japonesas, Hiroshima y Nagasaki, el 6 y el 9 de agosto de 1945, cuyos aniversarios – como si fuera la palabra adecuada para el tema – tienen lugar una vez más.
Al hacerlo, por lo menos, sé que no soy una estadounidense típica: Hiroshima y Nagasaki me parecen demasiado reales. Como hija de activistas antinucleares, crecí prestando atención a dos fechas significativas en la historia de EE.UU. – el día en el que Enola Gay, la superfortaleza B-29 con el nombre de la madre del piloto, lanzó Little Boy, una bomba explosiva de uranio de 5 toneladas, sobre Hiroshima; y el momento, tres días después, cuando otro avión, bautizado humorísticamente Bock’s Car (por su piloto original), lanzó Fat Man [Hombre gordo] (un apodo que supuestamente le fue dado en honor del antiguo primer ministro británico Winston Churchill), una bomba más compleja por implosión de plutonio, sobre Nagasaki.
Cuando era pequeña, como preparación para esas fechas – y al hacerlo éramos verdaderamente una minoría en una minoría en este país – mostramos películas que documentan las secuelas de los bombardeos atómicos. Hasta la fecha, puedo recordar como enhebraba nuestro viejo proyector de 16 mm y como luego veíamos esas secuencias espantosas, temblorosas, granulosas, en blanco y negro sobre ciudades arruinadas y cuerpos arruinados que llenaban la pared de la sala de estar, mientras una de esas sombrías voces masculinas narraba los hechos.
De modo que ahora, al aproximarse el 64 aniversario de tantas muertes y cuando pensar lo impensable sigue estando incomprensiblemente de moda, parece que vale la pena recordar una vez más lo que significa cuando lo impensable se hace realidad.
El recuento de los muertos
En Hiroshima la inmensa bola de fuego y explosión de Little Boy mató instantáneamente entre 70.000 y 80.000 personas. Otras 70.000 fueron seriamente heridas. Como escribe Joseph Siracusa, autor de “Nuclear Weapons: A Very Short Introduction,”: “En un terrible momento, fue destruido… un 60% de Hiroshima. Se calcula que la temperatura de la explosión llegó a más de un millón de grados centígrados, que inflamó el aire circundante, formando una bola de fuego de cerca de 250 metros de diámetro.”
Tres días después, Fat Man estalló a 560 metros sobre Nagasaki, con la fuerza de 22.000 toneladas de TNT. Según “Hiroshima and Nagasaki Remembered,” un sitio en la web sobre los bombardeos desarrollado para jóvenes y educadores, 286.000 personas vivían en Nagasaki antes del lanzamiento de la bomba; 74.000 fueron muertas instantáneamente y otras 75.000 fueron gravemente heridas.
Aparte de los que murieron de inmediato, o poco después de los bombardeos, decenas de miles más sucumbieron por envenenamiento por radiación y otras enfermedades provocadas por la radiación en los meses, y luego años, que siguieron
En un artículo escrito mientras enseñaba matemática en la Universidad Tufts en 1983, Tadatoshi Akiba calculó que, hasta 1950, otras 200.000 personas habían muerto como resultado de la bomba de Hiroshima, y 140.000 más murieron en Nagasaki. El doctor Akiba fue más tarde elegido alcalde de Hiroshima y se convirtió en un franco proponente del desarme nuclear.
Supervivencia en Hiroshima
Los que de alguna manera lograron sobrevivir se llaman Hibakusha, lo que significa literalmente “los que fueron bombardeados.” La mayoría de los habitantes de las dos ciudades que milagrosamente subsistieron a esos calurosos y terribles días de agosto tienen, si están vivos, unos setenta u ochenta años, y siguen relatando sus singulares historias de horror, destrucción y supervivencia. Sus llamados urgentes por la paz, el desarme, y la expiación a menudo no son escuchados por la cultura estadounidense del Siglo XXI que a menudo parece recordar apenas lo que sucedió la semana pasada, mucho menos hace 64 años. Con el pasar de los años muchos de ellos han viajado a EE.UU. a contar sus historias y a mostrar sus cicatrices, exigiendo que nunca olvidemos y que el mundo trabaje hacia el desarme nuclear.
Akihiro Takahashi tiene 77 años, pero parte de él será siempre el muchacho de 14 años haciendo fila con sus compañeros de clase el 6 de agosto de 1945, a menos de una milla del lugar en el que detonó Little Boy. Todavía recuerda cómo él y sus compañeros fueron derribados por la explosión. Cuando volvió a levantarse: “sentí que la ciudad de Hiroshima había desaparecido repentinamente. Luego me miré y vi que mi ropa se había convertido en harapos debido al calor. Probablemente me quemé en la parte trasera de la cabeza, en mi espalda, en ambos brazos y piernas. Mi piel se despellejaba y colgaba.”
Desde entonces, Takahashi ha sufrido muchas operaciones y pasado incontables horas en el hospital para reparar el daño causado en ese solo instante. Esa mañana de agosto, comenzó a caminar a casa – aunque quedaban pocas casas en la ciudad arrasada – deteniéndose para calmar el terrible calor y el dolor de sus quemaduras en el Río Ota que pasa por Hiroshima.
Por el camino, encontró a amigos heridos, entre ellos un niño con terribles quemaduras en la planta de sus pies, a quien llevó consigo. “Cuando estábamos descansando porque estábamos tan agotados,” relató en una historia oral, “encontré al hermano de mi abuelo y a su mujer, en otras palabras, tío abuelo y tía abuela, que venían hacia nosotros. Fue una verdadera coincidencia… Tenemos un proverbio sobre el encuentro con Buda en el Infierno. Mi encuentro con mis parientes en ese momento fue precisamente como eso. Me parecieron ser Buda vagando en el verdadero infierno.”
“Jigoku de hotoke ni au you” es la frase. En castellano, el equivalente sería “un oasis en el desierto,” algo raro que suministra mucho alivio. No hubo muchos oasis semejantes ese día en Hiroshima.
Imágenes de Nagasaki
La historia de Akihiro Takahashi (de la cual lo mencionado es sólo una pequeña parte) es sólo una de muchos miles – y difícilmente una de las más sombrías. Por cierto, entre 80.000 y 140.000 historias fueron llevadas a sus tumbas con sus protagonistas durante ese día. Junto con las historias que pudieron ser contadas, había también las fotografías que nos ayudan a imaginar lo inimaginable.
Yosuke Yamahata tenía 28 años y trabajaba para el Buró de Información Noticiosa japonés en agosto de 1945. Junto con Eiji Yamada, pintor, y Jun Higashi, escritor, fue enviado a Nagasaki devastada por los militares japoneses, sólo horas después de la explosión de Fat Man y se le instruyó que “fotografiara la situación para que sea lo más útil posible para la propaganda militar.”
Su tren llegó en medio de la noche a los suburbios de la ciudad arruinada. Yamahata describe la escena como sigue: “Recuerdo vívidamente el aire frío de la noche, y el hermoso cielo estrellado… Un viento cálido comenzó a soplar. Aquí y allá en la distancia vi numerosos pequeños fuegos, como fuegos fatuos, al rojo vivo. Nagasaki había sido completamente destruida.” Al salir el sol, Yamahata había llegado al centro de lo que ya no era una ciudad. Con el pasar del día, volvió sobre sus pasos, sacando fotografías en el trayecto de la carnicería y de la destrucción hasta volver a la estación de ferrocarriles.
Ese día sacó en total 119 fotografías, capturando algunas de las imágenes más inolvidables y duraderas de la era atómica. En una de ellas, un niño ensangrentado que sujeta una bola de arroz mira fijo hacia el fotógrafo, con su cabeza cubierta por una capucha para ataques aéreos (una tela oscura que los militares japoneses entregaban a los civiles y les decían que los protegería contra las bombas estadounidenses); en otra; una mujer de aspecto extenuado alimenta a un bebé fuertemente quemado.
En casi cada imagen, el suelo está cubierto de cuerpos quemados y extremidades dispersas, artículos domésticos, escombros y trozos de madera. Mientras caminaba por la ciudad ausente, la gente gritaba pidiendo agua o ayuda para recuperar cuerpos enterrados en los escombros. “Tal vez sea imperdonable,” reflexionó Yamahata, “pero en realidad, entonces estaba totalmente calmo y compuesto. En otras palabras, tal vez simplemente era demasiado, demasiado enorme para absorberlo.” Al volver a Tokio, Yamahata aprovechó la confusión general que rodeaba la rendición japonesa a los estadounidenses y logró conservar sus negativos, en lugar de entregarlos a sus superiores.
Un puñado de sus imágenes fueron publicadas en periódicos japoneses a fines de agosto de 1945, antes de la llegada del ejército estadounidense y del comienzo de la ocupación. En octubre de 1945, las autoridades de ocupación impusieron una prohibición de la fotografía de los lugares atómicos y de la publicación de todas las historias relacionadas con las explosiones atómicas (y de las imágenes que iban con ellas). La mayor parte de las fotografías de Yamahata de Nagasaki no fueron vistas hasta 1952, después que Japón volvió a ser una nación independiente y la revista Life publicó algunas de sus fotos de Nagasaki. Ese mismo año casi todas las fotografías de Nasagaki fueron publicadas en Japón bajo el título “Atomized Nagasaki: The Bombing of Nagasaki, A Photographic Record.” El libro incluye dibujos de Eiji Yamada y un ensayo de Jun Higashi, sus dos compañeros en Nagasaki ese día.
En la introducción, Yamahata escribió: “La memoria humana tiene una tendencia a disiparse y un juicio crítico a desvanecerse con los años y con los cambios en el estilo de vida y las circunstancias… Estas fotografías seguirán presentándonos un testimonio inquebrantable de ese tiempo.”
Recuerdo
Cuando era joven, para impedir que la memoria se “desvaneciera” nuestra familia y nuestros amigos marcaban el aniversario de esos días terribles en un país distante con una manifestación o vigilia. A menudo, terminábamos con una ceremonia de recuerdo, haciendo flotar lámparas de papel en el agua en honor de los que murieron.
Sin duda alguna, no pasaría por ser un despreocupado anochecer estadounidense de verano, pero incluso como pequeña llegué a sentirme como si conociera personalmente a algunos de esos supervivientes de la bomba atómica – la experiencia de Akihiro Takahashi, las fotografías de Yosuke Yamahata, y tal vez lo más cercano a mi corazón, la historia de Sadako Sasaki.
El libro para niños “Sadako and the Thousand Paper Cranes” [Sadako y las mil grullas de papel], escrito por
Eleanor Coerr, me acercó a una niña cuya vida fue cercenada por la bomba atómica de mi gobierno mucho antes de mi nacimiento. Yo era entonces una niña regordeta, sedentaria, y por lo tanto me sentí extrañamente perpleja y confusa ante el profundo amor de Sadako por las corridas.
Ella tenía sólo dos años cuando Little Boy estalló sobre su ciudad, pero ocho o nueve cuando el libro comienza, impaciente e incómoda con todas las ceremonias obligatorias relacionadas con el aniversario de la bomba en Hiroshima. No le gustaba mirar a los sobrevivientes ni quería escuchar las terribles historias. Todo lo que quería era correr. Ligera, atlética, y popular, Sadako se unió a una competencia el mismo día del aniversario de la destrucción de su ciudad y, cuando no pudo terminarla, fue llevada al doctor sólo para descubrir que tenía “enfermedad de la bomba atómica” – en su caso, leucemia.
En el hospital, una amiga le recordó una antigua creencia japonesa: si doblas 1.000 grullas de papel, los dioses te otorgarán un deseo. De modo que con la ayuda de sus compañeras de clase, comenzó a hacer precisamente eso. Desechos de papel, envoltorios de golosinas, papel impreso, todo se convirtió en pequeños pájaros origami de esperanza.
Con ella como inspiración, aprendí a doblar grullas de papel, practicando hasta que lo pude hacer con los ojos cerrados y logré doblarlas hasta que eran tan pequeñas como un guisante. Como los niños son niños, lo que me puede haber impresionado más era una amiga mía que podía doblar esos pájaros origami con los dedos de sus pies.
El 25 de octubre de 1955, cuando le faltaban 356 pájaros (cuenta Coerr) Sadako murió. Desde 1958, una estatua de Sadako sujetando una grulla doblada dorada ha estado puesta en el Memorial de la Paz de Hiroshima, cubierta de pequeños pájaros de papel enviados por niños de todo el mundo, un símbolo de paz.
Hiroshima y Nagasaki hoy
Sesenta y cuatro años después de Hiroshima y Nagasaki, necesitamos más que símbolos de paz. Por sí solo, doblar grullas de papel no puede, desgraciadamente terminar con la amenaza de una guerra nuclear. Los recuerdos de la destrucción se desvanecen, loa hikabusha envejecen y mueren, las imágenes obsesionantes terminan en libros almacenados en las bibliotecas.
Mientras tanto, el terror a la aniquilación nuclear – tan agudo en ciertos momentos durante el largo enfrentamiento de las superpotencias en la Guerra Fría – parece haber desaparecido casi por completo. Es una lástima, ya que la amenaza real de guerra nuclear sigue oculta pero potente. Las nueve potencias nucleares – EE.UU., Rusia, Francia, Inglaterra, China, Israel, Pakistán, India y Corea del Norte – tienen en conjunto más de 27.000 armas nucleares operacionales entre ellas, suficientes para destruir varios planetas del tamaño de la Tierra. Y en mayo, Mohamed ElBaradei, director general de la Agencia Internacional de Energía Atómica, advirtió que la cantidad de potencias nucleares podría duplicarse en unos pocos años a menos que el nuevo desarme sea una prioridad. ¿Puede sorprender por lo tanto que, según un reciente sondeo de opinión Rasmussen, uno de cada cinco estadounidenses crea que una guerra nuclear es “muy probable” en este siglo, y que más de la mitad, crea que es “probable”?
Lo impensable todavía está bajo consideración – incluso mientras el gobierno de Obama toma sus primeros pasos en la dirección correcta. En un discurso en Praga en abril, el presidente Obama apoyó públicamente el objetivo de buscar “paz y seguridad en un mundo sin armas nucleares.” Después, su gobierno ha comenzado a tomar pasos modestos pero potencialmente importantes hacia ese objetivo, que incluyen: nuevas conversaciones con Rusia sobre reducciones nucleares mutuas, conversaciones iniciadas en el Senado sobre cómo hacer comenzar rápidamente la ratificación de la Prohibición Total de Ensayos, atascadas durante los últimos 10 años, y negociaciones para el también atascado Tratado de Reducción de Materiales de Fisión , imaginado como una prohibición internacionalmente verificada de la producción de materiales nucleares para armas.
Ahora mismo, sin embargo, el paisaje nuclear estadounidense – poco reconocido o discutido – sigue siendo sombríamente potente. Según el bien documentado Boletín de los Científicos Atómicos, EE.UU. sigue manteniendo un arsenal nuclear estimado en 5.200 ojivas – de las cuales aproximadamente 2.700 son operacionales (y el resto está en reserva), mientras el gobierno de Obama gastará más de 6.000 millones de dólares en la investigación y desarrollo de armas nucleares sólo en este año.
En algún punto a comienzos del próximo año, el gobierno completará un nuevo Estudio de la Postura Nuclear que delineará el papel que cree que las armas nucleares deberían tener en el panteón del poder estadounidense y, si el presidente cumple con sus declaraciones anti-nucleares, tal vez ese documente comience por lo menos a limitar los escenarios en los cuales semejantes armas podrían ser utilizadas. Mientras tanto, la política de EE.UU. sigue sin diferenciarse de lo que era en 2004, cuando el secretario de defensa Donald Rumsfeld firmó la Política de Empleo de Armas Nucleares. Decía, en parte, que EE.UU. posee armas nucleares con el propósito de “destruir los activos y capacidades críticas para hacer y soportar la guerra que una dirigencia de un potencial enemigo valoriza más y en las que se basaría para lograr sus objetivos en un mundo de posguerra.” Releed esta frase una vez más, y pensad, ¿qué no sería bombardeado por EE.UU. según esa doctrina?
Tened también en cuenta que las bombas que aniquilaron dos ciudades japonesas y terminaron con tantas vidas hace 64 años esta semana, fueron insignificantes en comparación con las armas nucleares típicas de la actualidad. Little Boy era una ojiva de 15 kilotones. La mayor parte de las ojivas en el arsenal de EE.UU. actual son de 100 o 300 kilotones – capaces de aniquilar no una ciudad japonesa de 1945 sino una megalópolis moderna. Bruce Blair, presidente del World Security Institute y ex oficial de control de lanzamientos a cargo de Misiles Balísticos Intercontinentales Minutemen armados con ojivas de 170, 300 y 335 kilotones, señaló hace algunos años que, en 12 minutos, EE.UU. y Rusia podrían lanzar el equivalente de 100.000 Hiroshimas.
Es impensable. Parece inimaginable. Suena a hipérbole, pero hay que considerarlo como una verdad incómoda y necesaria. La gente de Hiroshima y Nagasaki y los niños de nuestro futuro necesitan que lo comprendamos y actuemos correspondientemente - 64 años demasiado tarde… y ni un minuto demasiado temprano.