Como el monumental sueño de un idealista perseverante, los Juegos Olímpicos modernos se iniciaron en el 1896, con el propósito de hermanar a los pueblos del mundo en una tregua fugaz abrazada a la competencia deportiva. El gran barón Pierre de Coubertin logró comunicar que más que unos juegos, era una necesidad mutua el encontrarnos cada cuatro años para compartir nuestras semejanzas y respetar nuestras diferencias. Fue ésta una gran victoria para la buena voluntad, un logro para la humanidad y de donde nacieron gestiones menores, pero de igual simbolismo e importancia para todos.
Los Juegos Centroamericanos y del Caribe son nuestras olimpiadas regionales y la oportunidad de encontrarnos con nuestros más cercanos pueblos hermanos. En esta ocasión, tenemos el privilegio de montar esta fiesta en nuestra casa. Hemos invitado a 32 países. Mayagüez y el área oeste resplandecerán como nunca. Por dos semanas, en los estadios, en las aceras, en los negocios, nos fundiremos todos en un solo molde con los lazos multicolores del tejido de nuestra confraternización.
Debo reconocer, sin embargo, una vieja y putrefacta espina que ha vuelto para enterrarse en mi entusiasmo. Hay una probabilidad de que a esta anticipada rumba le pueda faltar su mejor requinto. Como una salsa sin clave, como un fricasé sin sazón, así serían los Juegos de Mayagüez sin Cuba, campeón histórico de los juegos y una potencia mundial en el deporte.
El Comité Olímpico Cubano publicó recientemente en el periódico Granma una carta abierta exponiendo las razones que han atrasado su decisión de participar en estas justas. En la misiva, informan el gran esfuerzo del Comité Olímpico puertorriqueño, liderado con innegable capacidad por David Bernier, para resolver el tranque, pero también reafirman que su participación sigue condicionada a recibir “trato igual”. Esto significa que se les permita llegar en sus propios aviones a Puerto Rico, que no tengan problemas con las visas y que se le garantice una seguridad básica a su equipo olímpico. Exactamente lo mismo que se les garantiza a los demás países. Ni más, ni menos.
El Gobierno de los EE.UU. ha puesto los obstáculos. Conforma un bochornoso acto de humillación el ponerle trabas a una delegación deportiva internacional sólo por la pobre relación política que dicho país tiene con una nación que ni siquiera compite en estos juegos. Después de una extensa y profunda meditación, no sé porqué, dudo mucho que la delegación cubana venga en misión suicida a chocar sus aviones con el edificio del Banco Popular, o que se vayan a bajar lanzando granadas rusas y cabalgando con la Internacional Socialista de fondo a tomar y a pintar de rojo las alcaldías de Puerto Rico.
Concluyo, sin embargo, que lo más absurdo de esta historia es lo más vergonzoso: nuestra incapacidad de poder invitar a nuestros hermanos a nuestra propia casa sin tener que pedir permiso. Que descanse en paz el barón Pierre de Coubertin.